Un cuento para el entretiempo: La curiosa y emotiva forma de vivir la final del Mundial

Después de un sábado innecesario, el día más esperado chocó contra nuestras narices. Estaba ahí y teníamos que enfrentarlo, cómo sea, de la manera que sea y dónde sea. Ya tenía definido no verlo y mi familia lo entendió porque no iba a ser la primera vez que tomara tal reprimenda hacia mí, por más que este fuera el partido de los partidos en el mundial de los mundiales. Tampoco tenía intención de ponerme delante del televisor en este contexto porque la salud no permitiría tal aventura dentro de una montaña rusa de emociones con pronunciadas caídas libres.

Domingo, mediodía. Momentos de serenidad absoluta en el pueblo, pero mucho más en este día. Era como si el tiempo se hubiese detenido, apenas una brisa suave movía las hojas de los árboles como para dar fe que el planeta seguía girando. Cada habitante ya estaba dentro de su hogar, en su lugar, con su remera, con su vaso, con su propio partido personal. Me dediqué a hacer el asado sin radio, sin música, guiándome por la escenografía de mí rededor. Ese sería mi termómetro. Nada más pensaba en cuánta leña quemar, qué tiempo demandaría dar vuelta el pollo o cuándo poner la tira de cerdo para que en el entretiempo la familia pudiera comer con algo de serenidad o por lo menos sin mirar el encuentro.

Fue Benja quien salió para avisarme que había arrancado. Mi hijo de 9 años, su primer gran Mundial con todo el fervor y ya el conocimiento para comprender lo que sucedía. Similar a lo que yo había vivido en el de México 86, cuando también con 9 años celebré en las calles de tierra donde vivían mis viejos. Abrazado a mi papá, futbolero de alma, disfrutamos de aquel lejano éxito. Cómo no extrañar su presencia en este calvario infernal pero el llamado de “arriba” lo hizo marcharse un puñado de partidos antes de éste, El partido; del cual Benja sería mi informante directo ante cualquier acontecimiento de importancia.

No tengo idea de cuánto había pasado cuando el universo paralizado fue quebrado por el estruendo de un grito de gol. El aire se envolvía de pronto con esa música colosal de las gargantas infladas por el canto más hermoso. “¡Gol de Messi, de penal, papi… ganamos 1-0!”, fue el cable de noticias recibido de Benja envuelto en bandera. Pocos minutos después, otro estallido en el cielo daba cuenta que las cosas venían bien barajadas. “¡Golazo de Di María, golazo!”, afirmó con seguridad Benja desde la puerta del fondo que daba hacia la zona de la parrilla. Ja, Di María, mirá vos… si lo habremos puteado, bueno, a quién no habremos cuestionado los argentinos si hasta el propio Messi dejó la Selección por nuestro ataque serial y fundamentalmente del periodismo carroñero, pero volvió para ser feliz y para seguir intentádolo.

Serenidad, calma, satisfacción con ese primer tiempo a nuestro favor. Pero en el interior no podía dejar de pensar en México ’86 cuando también estábamos arriba 2-0 y los alemanes nos empataron. Bueno, con Países Bajos un par de partidos atrás había pasado lo mismo. La negatividad peleaba contra el deseo del corazón. Aproveché el descanso de los jugadores para llevar algo de asado a mi familia, besé a mi señora y a mis hijos y salí a buscar el resto del menú. No quería ingresar durante el segundo tiempo por lo que directamente deposité todo en la mesa y fui hacia el fondo con mi plato a la espera del desenlace.

Fueron minutos interminables, no sabía qué hacer para que ese reloj de arena avanzara a otra velocidad. En un instante escuché insultos en la casa de mis vecinos, era el presagio de una noticia que no quería oír y que finalmente me la confirmó Benja. Gol francés de penal. Continuaron los insultos en las viviendas más cercanas, parecía que era mucha la bronca por ese descuento pero igualmente estábamos arriba, pensaba. Aunque no, estaba equivocado. “Otro gol de Francia, papi. 2-2”, me contó casi de inmediato Benja mirando el piso con sus ojos brillantes de lágrimas contenidas.

Observaba a mí alrededor, los vecinos salían a tomar aire, había caras de resignación, de preocupación, notaba sufrimiento, angustia, uno encendía un cigarrillo, otro se tomaba la cara con sus manos y puteaba. Benja salió: “Vamos a alargue, terminamos 2-2. Estábamos para hacerle tres o cuatro y casi lo terminamos perdiendo”.

Entonces decidí no transitar aquel peregrinar en casa, fui a visitar a quien había estado conmigo durante la final del ’86, con quien grité los goles de Brown, Valdano y Burruchaga, con quien lloré cuando el Diego elevó la Copa a los cielos. Agarré el auto y marché hacia el cementerio donde mi querido viejo descansaba desde hacía pocos años. En el camino puse una radio exclusiva de música, no quería tener contacto con la final. Llegué, me dirigí a su tumba, me senté y comencé a hablar con él, a contarle lo que estaba sucediendo entre mis lágrimas que caían pesadamente al suelo. Puse mi mano en su foto, recé, pedí como buen creyente en su fortaleza celestial, imploré por una ayuda en ese purgatorio futbolístico.

Con el transitar de los minutos, algo más calmado mi corazón, con mayor serenidad, junté valor y volví al auto calculando que ya aquella historia había concluido. Era momento de afrontar la realidad puesto que el cementerio estaba alejado del pueblo y no había manera de guiarme por grito alguno. Comencé a manejar, busqué una radio que me diera la bendita noticia, mala o buena, pero necesitaba saberla de una vez. Busqué en el dial hasta que una canción me erizó la piel: “Muchachooos, ahora nos volvimos a ilusionar”, cantaba el fulano dando paso al locutor que gritó: “¡Somos campeones del mundo! ¡Argentina es campeón del mundo! ¡Pero qué manera de sufrir, la puta madre!”.

Entonces ya no escuché más, ya mi sentido de la audición se bloqueó porque solamente tenía atención para hacer una cosa: di vuelta con el auto y volví al cementerio. Me bajé y corrí llorando hacia la tumba del viejo, me desplomé sobre ella, nada más le daba gracias, sencillamente repetía esa palabra y le decía: “Somos campeones, viejo, somos campeones del mundo”.

Lo abracé entre lágrimas de felicidad por la inmensa consagración mezcladas con las de tristeza por no tenerlo para vivir ese momento único y maravilloso. Pero dentro de mi ser estaba la seguridad que él había sido parte de esa gesta heroica que se metía en la eternidad, en la gloria infinita del fútbol mundial, para siempre y por los siglos de los siglos.

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Por Mauricio Jacob
Desde Crespo
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