La pelotita no se mancha

El sábado fui a un casamiento de esos que arrancan al mediodía y se estiran hasta que el último cuerpo abandone el lugar en el estado que fuera. Lo hicieron en una casa quinta de Sauce Montrull y tenía metegol como uno de los atractivos para los más chicos, planificado claro para que no se aburran y a la vez para que dejen escabiar tranquilos a los grandes.

Creo que estuve como una hora viendo como un nene de unos 12 años jugaba y le sobraba mal a una nenita de 10. Hasta de espaldas le jugaba el mocoso de mierda y te juro que no pude más de mi bronca y me acerqué.

De fondo sonaba Rombai, Carla quería bailar y la verdad que yo un poco también, pero no podía escaparme de esa situación que acaparaba mi atención. Mi alma justiciera del metegol me pedía que actuara.

Mientras sonaba “Si me tomo una cerveza…”, me decía a mí mismo: “Gordo, no tenés porqué meterte ahí, son nenes”. Lo que termina de convencerme es cuando veo una jugada prohibida por la mismísima Federación Internacional de Metegol, llamado también en otros países de menor tenor de cultura futbolera como “futbolito”.

Veo a ese sinvergüenza de 12 años poner al arquero en horizontal, colocarle la pelotita en las piernas y hacer medio molinete generando un efecto catapulta, concretando esa jugada del demonio para transformarla en gol.

La nena casi se pone a llorar y sacó lo peor de mí. Le doy mi frasco de vidrio con caipiroska a Carlita, discusión aparte reconocer a esos siniestros elementos como vasos de tragos, y me voy al humo.

Me acerco al lado de la nena y le digo: “¿Puedo jugar?”. En realidad, para ser sincero, cuando le pregunté ya había agarrado las manijas de los volantes y delanteros.

Entonces la compañera de equipo me responde “sí” y el pibito me mira como diciendo “see, dale”. Reseteo el contador que claramente estaba en 0, paso todas las bolitas para el mismo lado como para hacer un poco de espamento. El pibito también.

Primera pelotita, me queda en el mediocampo, hago un pase lento y le pego un zapatazo con el 7 que hace “clackk”, ese ruido metálico glorioso, adentro. Mi compañera grita “Goooolll!” y yo le muestro mi palma de la mano con los dedos abiertos para el clásico saludo. Chocamos los cinco y seguimos.

Te juro que vi esa mirada de ilusión en la pequeña que de movida me alegró la tarde; hasta el punto que me hizo olvidar el trago horrible que me estaba tomando minutos antes.

“¿Cómo te llamás?”, le pregunto. “Ema”, me contesta. “Bueno Ema, vamos a ganar, eh!”, le respondo.

A todo esto, el pibito (acérrimo adversario) estaba medio inmutado, tenía esa mirada que demostraba que en su interior se había dado cuenta que le estaban por pintar la cara.

En fin, sucedió una seguidilla de cinco partidos. En los dos primeros, fue el pibe quien nos pintó la cara, pelota que pasaba, era gol. Ema estaba con el arquero y los defensores, no atinaba ni siquiera a moverlos. Pero yo no estaba ahí para juzgarla, estaba ahí para destrozar al otro pavote.

En el transcurso del tercer partido ya me olvidé que tenía 35 años, que era padre, adulto y boludón. Estaba dentro de un apasionante duelo de metegol jugado por chicos.

En una jugada, después de un gol nuestro, el pibito saca jugando de abajo. O sea, sin haber sacado del medio  colocando la pelotita por los orificios del costado. Se la pone, literalmente, al arquero y nos hace un gol de arco a arco. Entonces le digo: “Ahh, estás haciendo cualquiera. Eso no se puede hacer”. El nene me mira como diciendo: “¿En serio gordito, te vas a poner así?”

Era un hecho, ya no había diferencia de edad. Éramos dos niños de un lado contra el grandulón del curso, el bullinista de turno.

Ema da un giro de 180 grados y comienza a jugar aceptablemente. Me ofrece cambiarme de lugar para jugar ella adelante y yo en defensa. Sabía que me iba a costar mucho, pero por lo menos podría atajar, cosa que no estábamos haciendo. Entonces, acepto.

Primera que agarro, la tomo con el defensor de la derecha, la guardo apretada contra el piso cerca del borde de la canchita, haciendo presión con la manija para sacar mi jugada preferida. La tengo ahí quieta un instante y con una velocidad imponente, se la paso al defensor central para sacar un chumbazo que viaja al arco del enano y se la mando a guardar.

La segunda que agarro, gol con mi arquero. “Sacá del medio”, le digo. Ema reía y saltaba mientras jugaba, hasta le hacía alguna cara zonza a su ahora competidor cabizbajo y preocupado.

Quinto partido y tiro la frase épica que ha definido la infancia de aquellos que nacimos en las décadas de los 80 o 90: “El que gane este, gana todo”. Algo así como el “gol gana”. Los tres concordamos y se dio el partido más épico de la historia del metegol, ese que toda Latinoamérica estaba esperando.

Ganábamos 4-0 y ya era cosa juzgada, con mi compañera, ya por ese entonces amiga, estábamos felices. Sin embargo el pibe comienza a remontar: 4-1, 4-2, 4-3. Interiormente pensaba, no la puedo pechear así contra este salame, me va a afectar para toda la vida.

Entonces el tipo me clava el 4-4. Ema me mira con esa misma mirada que tenía Messi cuando fue a patear el penal con Chile en aquella final de la Copa América, esa mirada de derrotado. Entonces le digo enfáticamente: “Dale Ema, no nos va a ganar ahora, daleee”.

Más que decir fue gritar. Imaginate a la gente que pasaba por ahí hacia el baño, viendo como un gordo de 35 años arengaba a una nena de 10 para destruir a un nene de 12 como si estuviéramos en una verdadera final. Es que para mí lo era, se trataba de una final.

Sabés lo que más bronca me dio, fue cuando el pendejo tiró sobradamente: “Ah bueeee, que olor a pecheada que hay acá, se siente un frrrío”. Ni lo miré, tenía la vista fija en la última pelotita de la serie. Había tanto nervio en ese momento que salió del metegol como cuatro veces.

Luego de un buen rato, hago una jugada característica, la del pase suave para el chumbazo del 7 pero el pibe me la ataja como un campeón, sin embargo justo Ema toma el rebote con su delantero y la manda adentro. “Gooooollllll!!!!”, gritamos como poseídos.

Le iba a dar un abrazo pero me detuve a tiempo. No iba a ser nada cómodo. Un tipo de 35 abrazando a una nena que nada tenía que ver con su familia, y al lado de un metegol. ¿Qué argumento tendría yo? ¿Qué le ganamos a un pibito fanfarrón y eso desató tanta alegría? Rápidamente reemplazamos aquello por dos puñitos enérgicos que chocaron unas cinco veces.

Luego tuve la amabilidad de retirarme diciéndole al nene: “Buen partido”. Pero solo fueron palabras vacías porque en mi interior resonaba el “Tomá gil, en tu cara”.

Así fue como después, con el pecho inflado, me fui a buscar otro de esos frascos espantosos que se usan para los tragos y me pedí un “mojito”. Fue la despedida del héroe anónimo del metegol, porque si algo me enseñó la vida, es que la pelotita no se mancha. 

(Una historia de Fede)

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Por Mauricio Jacob
Desde Crespo
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