Una imagen, mil palabras: Un día de gloria

El cabezón Ternaglia toma el rebote en el área y de un puntinazo infla la red para desatar una locura contenida por años, por décadas, en realidad desde el nacimiento mismo del Deportivo Ferroviario. Ese grito de gol estaba atragantado históricamente y con él se corta la hegemonía del poderoso Rosas FC, equipo multicampeón que llevaba tres campeonatos en fila y ya desconocía de aquellos días grises donde sus jugadores se sentaban a masticar la amarga derrota.

La pasión futbolística en la localidad de Nuevo Nogal siempre estuvo dividida entre los colores de estos clubes: El azul de Rosas FC y el albiverde de Ferroviario; pero más allá de los colores también era una división social. Rosas se formó casi con el nacimiento mismo del pueblo; ubicado en pleno centro recibió el puntapié inicial de las familias más pudientes del lugar. El rival de toda la vida apareció un par de décadas después, del otro lado de la vía, lo cual es un aliciente contundente para describir a su hinchada, a su gente.

En varias comunidades donde el tren resultó motor de desarrollo, la vía marcó dos lados bien diferenciados. Allá, del otro lado, se ven las casas bajas, los obreros, las familias trabajadoras desde el más chico de sus integrantes, esos barrios cobijaron los colores del club y lo tomaron como una forma de existencia. Pero el fútbol siempre les negaba un triunfo épico, como la realidad misma que golpeaba a cada simpatizante con un laburo poco remunerado en relación a las largas horas diarias de sacrificio.

La hinchada de Ferroviario y el club estaban unidos por esa lucha rutinaria, compuesta por más cachetadas que caricias. Entendían a la perfección lo que era poner el hombro a la situación, para muchos injusta, pero ya trazada en los libros de la existencia.

La pelota, entonces, significaba la excusa para reír. El fútbol era la posibilidad de escapar de esos complejos paisajes laborales. Sin embargo los imbéciles resultados le eran esquivos, mientras Rosas FC se llenaba de gloria una y otra vez, añadiendo estantes a su vitrina para los trofeos de la liga regional.

Esta razón nos lleva a comprender perfectamente la locura desbordada de su gente durante la agobiante tarde de diciembre. Con el gol agónico de Ternaglia derrotan al adversario de todos los tiempos y consiguen el primer campeonato de sus vidas. Cuando el juez marca el final del duelo decisivo, los fanáticos practican alpinismo en el tejido perimetral, sienten ese sabor desconocido propio de un título añorado, lloran, se abrazan, olvidan los días y días de padecimiento en una vida terrenal sumamente adversa. Están plenos gracias a una victoria soñada desde el principio de los tiempos.

Cuando un equipo humilde (desde siempre) toma contacto con la gloria, disfruta cada segundo de ella porque comprende el pedregoso camino que debió recorrer. Se sube a una nube imaginaria que escapa del mundo, eleva al máximo una felicidad que le era ajena, prácticamente privada a los poderosos que vinieron a marcar el terreno desde el minuto inicial.

No entienden lo que están viviendo porque nunca lo hicieron. Pero se sienten en dichosos de gozarlo. Llevan a sus jugadores sobre sus hombros, casi todos con los torsos desnudos revoleando remeras y banderas. Cada uno de ellos son presos de un oleaje de masas que se mueve en la tribuna y en la cancha con una invasión inevitable.

No será un día más, nunca más… será un día para toda la historia porque ella misma se encargará de recordar que hubo una vez que un grupo de corajudos jugadores nacidos del riñón mismo del club, pudo contra el plantel plagado de figuras pagas del adversario de siempre.

Hubo una vez que la felicidad careció de límites y desde entonces esa gente se ganó un lugar sagrado en la inmortalidad de los elegidos. Hubo una vez que el fútbol abolió las barreras sociales y su balanza se inclinó en favor de los débiles, por eso se comprende tanta locura, se entiende esa alegría que estaba ahí, esperando ser desatada hacia lo infinito del cielo.

Por Mauricio Jacob

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