Una imagen, mil palabras: Se paralizan los corazones

“Uy, lo horrible que debés ser para que estos muertos jueguen y vos atajes”, le gritaron desde la tribuna. No es la única frase, caen insultos por todos lados. Por momentos el ambiente se calma, pero ellos aguardan algún movimiento extraño del tipo para volver contra su figura. “Dale, tirá que tiene miedo”, alientan a su delantero mientras pisotean la valentía de ese arquero, o elevan al máximo alguna falsa creencia de cobardía que pudiera poseer el “1”. El hincha interpreta ese aspecto cuando el futbolista falla un despeje, no controla bien la pelota o la tira a cualquier lado. Claro está que el “tiene miedo” es fácilmente reemplazable por el “está cagado” (suele no pronunciarse la “d”).

“Qué lindo es ver los goles de cerca sin pagar entradas, ¿no, arquero?”. Inmutable debe escuchar el rosario de frases que emergen del fanático, algunas resultan tan creativas que hasta el mismo jugador dibuja una sonrisa, otras son tan vulgares que pasan desapercibidas.

Él está ahí no para poner el pecho a este tema, sino más bien la espalda. No podrá responder porque será la excusa perfecta para alimentar a las fieras que están del otro lado del alambrado, quienes no tendrán piedad.

Él está ahí, concentrado en lo suyo. Convencido en responder ante el poderío ofensivo del rival. Precisamente sale a escena el número 9, el tanque, el toro y cuanto sustantivo-adjetivo le colocan los relatores para graficar que es un tipo de buen porte físico y con mucha potencia. Saca un disparo desde la medialuna que se va abriendo hacia el poste izquierdo del fulano que está enmarcado, listo para el fusilamiento o para el poster de la gloria, porque “el arquero es el único protagonista trágico del fútbol”, según describiera un tal Juan Sasturaín.

Y vuela, eleva su figura para estirarla como un bailarín clásico. Desplegando la fuerza desde sus pies, endureciendo los músculos y llevando su mano izquierda lo más lejos que le permita la física. Prácticamente se acuesta en el aire, queda paralelo al piso y con la mirada fija en la pelota que busca superarlo. Contiene por un instante la respiración y con sus dedos mayor e índice llega a rozarla para desviar unos centímetros su ángulo de trayectoria.

Comienza el desenlace, él llegó a intervenir para cambiar el camino del remate, pero no sabemos si logró modificar el destino. Como cuando tomamos decisiones en nuestras propias vidas. La pelota sigue su curso y el fulano la sigue con los ojos bien abiertos. La empuja hacia el costado, le propina una fuerza invisible e inexistente, pero él está convencido de lo contrario.

En una fracción de segundo el silencio invade el estadio, las gargantas se paralizan, el corazón frena su ritmo y todos, los de acá y los de allá, los unos y los otros, aguardan el final. Los de acá para dar rienda suelta a su felicidad con el estruendo del grito de gol; los de allá para volver a vivir, respirar nuevamente y pensar que si no entró está, no entra ninguna otra.

La pelota llega a su fin contra el poste izquierdo, el arquero comienza a caer a la misma velocidad que ella se acerca a la valla. El toque con los dedos ha sido suficiente para desviarla, al menos para que choque contra el palo, salga hacia el costado y muera fuera de los límites reglamentarios del campo de juego. Será córner.

El arquero se levanta sonriente con la confianza del deber cumplido, del trabajo bien hecho, de haber salvado a su equipo. Camina hacia el arco para defender ese centro mientras observa de reojo la tribuna que está detrás, los ve a todos casi sin mirar. Marcha con una sonrisa burlona tras haber callado cada una de sus voces.

Por Mauricio Jacob

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