Una historia verídica: No se lo olvida más

– ¡¿Vos me estás jodiendo?!

– ¡No! Te juro que fue así.

Ale no quería creer aquella historia porque conocía al protagonista y no entraba en su cabeza que el tipo en cuestión fuera capaz de semejante hazaña. No por la hazaña en sí, porque existen varias acciones similares; pero sí por la hazaña del “crack” en particular al carecer de cualidades que le permitieran lograrla.

El hecho se remonta a la niñez. Éramos chicos de 10, 11 y 12 años en San José, con quienes compartíamos tiempo en la primaria y en la cancha de fútbol del único club que había en el pueblo. Hacía poco tiempo que, acuerdo mediante, el Rengo Fleitas había llegado con el proyecto de crear una Escuela de Fútbol como la que tenía en Deportivo Sureño en la ciudad vecina. Y allí íbamos todos los gurises de esas edades como para al menos completar dos equipos.

El Rengo había triunfado como jugador en Deportivo con el que fue campeón de la Liga e incluso llegó a defender las camisetas de Unión de Santa Fe y Rosario Central en Primera de AFA. Buen tipo, gran jugador. Le decían así por su forma desprolija para caminar. En fin, la cuestión es que después de un tiempo de instalar la Escuela, el delincuente armó un amistoso entre nosotros con la legendaria categoría ’80 de Sureño. Esos pibes la rompían, campeones en cuanto torneo se presentaran. Venían de ganar el título en un campeonato jugado en Salta y ya imaginábamos cómo nos iba a ir. El DT nos entregó a los leones.

El sábado por la mañana llegaron a nuestro club, comenzaron con la entrada en calor y se vistieron con su ropita prolija y enumerada, mientras el asistente del Rengo les daba algunas indicaciones y la formación titular. En frente nosotros. ¡Nosotros! Mamita. El Rengo nos dio un juego de casacas gastadas de Argentina, como las del Mundial ’78 pero sin escudo y a duras penas con la marca del número. Éramos un buen rejunte, habían pibes que la movían de verdad, aunque otros de casualidad podían caminar sin tropezarse. Es que eran tan pocas las actividades para los de nuestra edad que todos íbamos a esa escuelita de fútbol.

¡Nosotros! Ja… Prácticamente ninguno respondía a su nombre, todos con apodos, la mayoría de animales. Parecíamos presidiarios o en su defecto un verdadero zoológico: Checo Mendieta, Negro Leguizamón, Chivo Werner, Gallina Mendoza, Moncho Pérez, Vinchuca Ferreyra, Tero Argento, Nancho Rosales y así podría seguir.

¿Nancho Rosales dije? Nuestro protagonista. Buen compañero, muy estudioso pero con menos fútbol que la Para Ti. Bailaba folclore, actuaba en todos los actos, sabía un montón, pero en la cancha era el más bailado. Justamente ese día cayó con las alpargatas gastadas que usaba para ensayar, medias gruesas hasta las rodillas con elástico para que no se cayeran y un shorcito de esos tipo escoces que estaban de “moda” con el tejido adentro, ¡¡¡eran horribles!!! Y la pinta de jugador de nuestro amigo, era una invitación a que nos cagaran a goles. Un espanto.

Respecto al calzado, la mayoría no tenía botines porque San José era (y es) un pueblo muy humilde. Pero para ese partido, muchos salimos a pedir prestado ya que queríamos estar acorde al rival. Un detalle no menor es que varios tenían canilleras “caseras” hechas con las suelas de alpargatas que el papá de la Gallina Mendoza desechaba cuando fabricaba con su maquinita. Sí, el viejo armaba ese popular calzado en el pueblo y por ahí tiraba esas plantillas. Pero como algunas eran número 42, 43 y sin la flexibilidad para adecuarse a la pierna, daba la impresión que tenía una madera de machimbre en lugar de una canillera. Una hermosura.

¿Algo más? Ah, sí, nuestro arquero. El Negro Leguizamón. Atajaba en pata. Bah, vivía en pata. Si bien su familia no tenía para comprar zapatillas, algo recibía de Caritas, pero al Negro le gustaba andar así, entonces atajaba así. ¡Un equipazo!

Por suerte Fleitas armó un partido con dos tiempos de 25 minutos, algo de piedad para nuestros físicos y carencias futbolísticas. Como era de prever la 80 de Sureño comenzó con un toqueteo infernal, pero no la embocaba. Casi que nos sobraba. Casi no, con seguridad nos sobraba. Los palos y la buena tarea del Negro nos salvaban de la vergüenza ante la mirada de algunos curiosos que se acercaron a ver aquello que eran las inferiores del pueblo. Solamente respirábamos cuando el Checo agarraba la pelota; era el más habilidoso, por ahí se juntaba con Moncho que era pura potencia.

Cuando iban como 10’ del segundo tiempo llegó lo que debía pasar. Desbordaron como quisieron a Nancho Rosales que se fue al piso al resbalarse con sus alpargatas licitas, vino el centro y el 9 cabeceó a la red. Igualmente demasiado aguantamos.

Con el trámite hecho, Sureño empezó a circular la pelota, a tirar algunos lujos que ni siquiera llegábamos a cortar con un ful lleno de impotencia. En un momento recuperamos en la mitad de la cancha, toque para el Checo y falta al borde del área. Ahí vino nuestro primer milagro, el propio Checo ejecutó un tiro libre bellísimo que se coló contra el palo de la barrera y empate. Abrazos interminables para tomar aire y que corrieran los minutos. Un empate era una hazaña.

El asistente del Rengo los empezó a cagar a pedo a todos sus jugadores por ese gol, los trataba de cualquier cosa menos de buenos pibes. Se llenaron de nervios y con los gurises nos agrandamos, empezamos a pelear cada pelota, a defendernos con dientes apretados y hasta ilusionarnos con alguna contra. En el último minuto, tras su enésimo centro al área, despejamos de punta para arriba, Moncho tomó el balón y pasando la mitad de la cancha remató con el arquerito adelantado, pero con lo justo la mandó al córner. Esa pelota parecía que era la última del partido.

Todavía no sé por qué, quizás porque era el primer córner para nosotros y no habíamos dicho quién lo podía tirar, quizás porque estaba de su lado o simplemente porque fue el primero en buscar esa pelota del otro lado del alambrado. Pero el destino quiso que Nancho rematara ese tiro de esquina desde la izquierda. Y allí vino el segundo milagro.

El tipo le entró con su alpargata derecha de la que casi asomaba la uña del dedo gordo con media y todo. Le pegó bien fuerte, cumpliendo con el compromiso de llegar al área. Salió un centro alto y el arquero dio dos pasos hacia el área chica y uno hacia atrás; eso fue suficiente para la obra. Es que la pelota venía con un efecto extraño, una rosca endemionada y comenzó a bajar de golpe, cerrándose de manera sorpresiva y cuando el arquerito de ellos quiso ir al primer palo, fue tarde. Terminó enredado adentro del arco luego que esa pelota entrara contra su ángulo derecho. ¡Golazo! ¡Olímpico!

Estábamos locos de felicidad. Fuimos todos, desde nuestro arquero hasta los suplentes a tirarnos encima de Nancho que no entendía nada. Porque de verdad no entendía. Para él era solo un centro que por obra divina se metió en el arco, pero para todos era el gol de una victoria recordada hasta nuestros días.

La jugada no solamente fue ese gol épico. En Nancho se resume cualquier fulano que alguna vez piso una cancha y tuvo su momento de gloria. Aquel pibe que en un instante hizo algo para felicidad de los suyos. Desde una atajada, una salvada milagrosa, una marca perfecta o un gol. Alguien alguna vez sintió que se convirtió en héroe de su equipo, en un partido de mierda, en el potrero, en el fútbol 5, en la práctica o por los puntos. Alguna vez se nos infló el pecho de orgullo por esa acción y todavía nos acordamos.

Luego de escuchar esa historia, Ale se limitó a comentar:

– ¡Qué fenómeno el tipo! ¿Qué fue de su vida?

– Nunca más jugó al fútbol. Se dedicó al folclore y ahora es profesor. Pero siempre nos acordamos de aquel día, fue como su sábado de gloria.

Por Mauricio Jacob

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