Un cuento para el entretiempo: El puntero derecho de Malvinas

Corre sin saber con exactitud qué rumbo tomar. Solamente corre, intenta hacerlo lo más lejos posible de esas explosiones. Ruidos estruendosos que sacuden su cabeza y retumban en el pecho como si alguien dentro golpeara un tambor. Algunas explosiones retumban a lo lejos, pero una ocurre tan solo a unos metros delante de él, entonces en su alocada corrida cambia automáticamente de dirección. Igualmente no sabe si se acerca o se aleja del enemigo, solo corre sin parar con su rostro desencajado.

Está aturdido, sin entender lo que está sucediendo, va con su cara de adolescente embarrada, las medias aún mojadas por la intensa y gélida llovizna de la mañana. Sus manos presionan con fuerza el FAL cargado con las últimas balas y busca un refugio en aquella noche del Monte Longdon. Oscura noche, apenas iluminada por el fuego de las explosiones y los disparos de las armas. Temerosa noche para él que entre tiros y gritos de dolor, desea con su alma encontrar un lugar donde resguardarse ante lo inminente.

Pedro Gutiérrez tiene apenas 18 años, es su primera experiencia con ropa militar, es su primera vez con un arma en manos, y obviamente es la primera vez que atraviesa una experiencia semejante. Es la primera vez que se aleja tanto pero tanto de su Corrientes natal, de su familia, de sus afectos, de su vida.

Allá, a miles de kilómetros de las sureñas y frías islas, era sencillamente feliz. No le sobraba nada en su casa junto a cuatro hermanos, pero tampoco le faltaba. Y motivo de aquella felicidad era el fútbol, el que disfrutaba como rotundo crack en pleno desarrollo.

Apenas dos años antes de aquella noche furiosa, terrorífica noche, ya había debutado en la Primera de Deportivo Mandiyú que arrasaba en la Liga Correntina y tiempo después comenzaría su experiencia en el Nacional B. Gutiérrez jugaba de wing o puntero derecho, el lugar predilecto para los veloces y hábiles, su lugar por naturaleza y un espacio exclusivo para ellos dentro del campo.

Precisamente su velocidad era notoria y hacía la diferencia, pero también el freno inesperado, abrupto y la indescifrable gambeta. Arma letal en el ataque del equipo que comenzaba a acostumbrarse al dulce néctar de la gloria. Quienes lo veían maravillados partido tras partido, le presagiaban destino en el fútbol grande. Todos coincidían en que un futuro cercano lo tendría en la cima o cerca de ella.

Pero nadie, absolutamente nadie esperaba que en ese mismo destino se interpusiera una experiencia que le quitaría en seco su adolescencia, su juventud, sus sueños. Fue como quitarle de sus propias entrañas, la pequeña vida construida y la que estaba por venir.

Dicen que cuando lo “llamaron” para ser parte de una “aventura nacionalista”, su pecho se infló de orgullo, estaba feliz y a la vez nervioso por encarar lo desconocido. Pero sentía que iba a ayudar al país contra una nación que pretendía algo que no le era propio. Sentía que pasaba a integrar algo así como la Selección Argentina, que llevaría la bandera en alto para derrotar a aquellos estúpidos invasores, imaginaba que subiría hasta lo más alto de una sierra en la isla del Atlántico para hacer flamear el celeste y blanco. Revolear los mágicos colores en la cúspide de la victoria para que todo el país coreara su nombre. Sueños de adolescente. Brillantes sueños. Inocentes sueños.

Desde el primer paso dado en las Islas Malvinas, se dio cuenta que aquel deseo iba a estar muy lejos de la realidad. Los días que transcurrieron inmediatamente fueron complicando aún más su fantasía. A veces un insignificante mate cocido era lo único que su cuerpo recibía por horas, inútil para contrarrestar el congelado paisaje que calaba en sus huesos.

Por las noches, dormía junto a otros compañeros en pozos cavados por sus propias manos, se recostaban unos cerca de otros para darse algo de temperatura y no morir en el intento por descansar. Morir, era una posibilidad a cada hora durante cada día. Los enfrentamientos a veces ocurrían a pocos kilómetros donde estaban ubicados y comenzaba entonces un rezo al cielo como nunca antes había sido capaz de hacerlo.

Su deseo ahora era otro, su sueño era salir de ese campo de juego y dejar de ser parte de ese partido imposible. Soñaba con ser reemplazado, irse para no volver, regresar a su casa y abrazarse con los suyos. Quería su hogar, sus amigos, su familia, su equipo, su fútbol, su felicidad. Volver era su ilusión más profunda.

En esa corrida eterna, esquivando rocas y balas en Monte Longdon, el temor es incontrolable. Corre sin destino, sin rumbo, sin saber que hay delante o atrás. Dispara su arma sin ver hacia dónde, corre con esa velocidad que lo llevó a jugar en Primera, pero lo hace con toneladas de ropa encima y completamente débil. A unos metros observa peleas cuerpo a cuerpo, hombres que caen muertos brutalmente atravesados por bayonetas. Los gritos desgarradores de dolor atraviesan el pedregoso terreno cerca de Puerto Argentino.

El joven correntino, ese puntero derecho de 18 años, intenta eludir aquellas escenas, las gambetea como a tantos rivales, buscar salir de ese episodio, quiere escapar de una realidad que jamás imaginó   vivir. Va hacia una trinchera que divisa a lo lejos, corre pensando en sus hermanos, en sus padres, en sus amigos…

Corre hasta que se detiene bruscamente como lo hacía en la cancha de Mandiyú. Pero esta vez no lo hace para cambiar de ritmo o dejar en el camino a un adversario, sino que frena tras sentir un golpe seco en la espalda, como un latigazo, entonces el escalofrío le camina por el cuerpo y comienza a ver cómo la sangre se mezcla con el barro en su ropa. La bala lo atraviesa de lado a lado y entiende que ya no tiene a dónde ir, que su carrera desesperada no lo llevará de nuevo a casa.

Cae al suelo, mira el cielo y comienza a temblar. Luego de unos pocos segundos, se calma, recuerda con una leve sonrisa la última caricia de su mamá antes de despedirse, siente ese calor y aroma propio del amor de la madre, lo siente en su mejilla, siente su cálido beso, siente su reconfortante abrazo, siente su voz… hasta que ya no siente más. Entonces es la Isla la que no sólo le arrebata los sueños de adolescente, sino que también la vida misma, y a esa madre, es la guerra la que le quita un joven hijo.

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Por Mauricio Jacob
Desde Crespo
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