Un cuento para el entretiempo: A llorar a la Iglesia

Los campeonatos en Aldea San Andrés eran fabulosos. De esos “tipo libres” en los que cualquiera podía jugar, partidos a morir en la reducida canchita de la Iglesia que tenía el mismo nombre del santo. Los equipos eran de 7 jugadores, el certamen transcurría en las maravillosas noches de verano y todo el pueblo se agolpaba para ver semejante espectáculo, atraídos además por los incomparables choripanes que preparaba la Comisión parroquial, jamás de los jamases hubieron otros como aquellos.

No sé si fui claro en la descripción del contexto que rodeaba ese populoso y tradicional Torneo Nocturno de épocas inolvidables, de familias apiladas a los costados de la canchita con sus sillones plegables, mates algunos, cerveza otros, adquiridas claro en la cantina porque estaba permitida la venta de bebidas con o sin alcohol. Nada más refrescante en las agobiantes noches de enero.

El partido que quería contarles fue el del grupo final para definir al ganador. Se formaba un cuadrangular entre los mejores clasificados para determinar al campeón absoluto. Jugaban todos contra todos, el que lograra más puntos se llevaba el premio mayor.

Uno de los elencos se llamaba Supermatch en homenaje a un programa de la tele australiana que retransmitía Telefé. Igualmente lo interesante aquí no pasaba por esa particularidad sino que en el plantel está el Padre Jorge, el mismísimo párroco de la Parroquia “San Andrés”. Pisando los 45 años no era un virtuoso como en sus tiempos del Seminario, pero aun así sumaba como suplente y no desentonaba. Además resultaba un atractivo para los espectadores que vitoreaban por su presencia en el campo.

Aquel duelo tenía olor a empate con un representativo del pueblo vecino. El Padre ya estaba en el campo moviéndose como volante defensivo, bien paradito para cortar los avances del enemigo. Y fue precisamente él quien protagonizó el hecho que quería narrarles y hasta hoy se recuerda como pintoresca anécdota.

No faltaba mucho para la culminación del encuentro igualado 2-2. Córner para el equipo del Padre Jorge quien fue a pisar el área porque prácticamente era la última pelota de la noche. El lanzamiento llegó llovido, elevado, mezclado entre las estrellas. Las cabezas saltaron inertes y por el segundo palo emergió el Padre, el salto no fue de lo mejor, apenas pudo desprenderse unos centímetros del suelo, claro está que tampoco era un erudito en el tema. Igualmente lo intentó, subió hasta donde pudo pero cuando entendió que no llegaría, metió un ágil puñetazo derecho para corregir la trayectoria; el balón terminó pegando en el palo y se introdujo besando las redes.

El árbitro ubicado en el vértice opuesto del área, en diagonal a la acción, quizás no vio tremenda maniobra antirreglamentaria. El línea quizás sí, pero su silencio fue sepulcral. Señalaron hacia el centro de la cancha convalidando aquel tanto que hizo estallar las gargantas de los testigos. El Padre lo celebró con un grito de desahogo más fuerte que las campanadas de la parroquia. Mientras estaba hundido por los abrazos, del otro lado llovían justificadas protestas contra el juez de turno que se mostró firme en la decisión.

Rumbo al círculo central, el Padre Jorge escuchó todo tipo de insultos rivales. Lo más suaves lo trataron de “ladrón”, “sinvergüenza”, “delincuente” o “¡Qué ejemplo, curita!”.

El Padre Jorge caminó con serenidad de cara a la reanudación del juego, se paró en el mediocampo listo para seguir su trabajo, observó a todos los iracundos adversarios que seguían insultando y con una leve sonrisa les respondió: “A llorar a la Iglesia muchachos”, mientras le señalaba el edificio de al lado con su cruz en lo alto.

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Por Mauricio Jacob
Desde Crespo
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