Sus sueños quedaron sepultados en el Sur

*CONTEXTO: A la mañana del 14 de junio de 1982, el general de brigada Mario Benjamín Menéndez, concluyó que las fuerzas argentinas en las Islas Malvinas no tenían más posibilidades y que la continuación de la resistencia solo produciría más bajas. El gobernador de las islas se puso en contacto con la Junta Militar para advertir de la inminente caída de la guarnición argentina, al tiempo que manifestó la devastadora situación de las fuerzas nacionales. En horas de la noche Menéndez convino la rendición con el comandante de las fuerzas terrestres británicas, mayor general Jeremy Moore;​ y firmaron el documento de la rendición.

corre sin saber con exactitud qué rumbo tomar. Solamente corre lo más lejos posible de esas explosiones. Una ocurre a unos metros delante de él, entonces cambia de dirección. No sabe si se acerca o se aleja del enemigo, sólo corre.

Está aturdido, sin entender lo que está sucediendo, el rostro adolescente sucio, las medias aún mojadas por la intensa y gélida llovizna de la mañana. Sus manos presionan con fuerza el FAL cargado con las últimas balas y busca un refugio en la noche del Monte Longdon. Oscura noche solamente iluminada por el fuego de las explosiones y el disparo de las armas. Temerosa noche para él que entre detonaciones de armas y gritos de dolor, busca un lugar donde resguardarse ante lo inminente.

Pedro Gutiérrez tiene apenas 18 años, es su primera experiencia con ropa militar, es su primera vez que lleva un arma en manos, es la primera vez que atraviesa una experiencia semejante, es la primera vez que se aleja tanto de su Corrientes natal, de su familia, de sus afectos, de su vida.

Allá, a miles de kilómetros, era sencillamente feliz. No le sobraba nada en casa junto a sus cuatro hermanos, pero tampoco le faltaba. Y motivo de aquella felicidad era el fútbol, crack en pleno desarrollo.

Dos años antes de aquella noche furiosa, ya había debutado en la Primera de Deportivo Mandiyú que arrasaba en la Liga Correntina y tiempo después comenzaría su experiencia en el Nacional B. Gutiérrez jugaba de wing, puntero derecho. Su velocidad hacía la diferencia, pero también el freno inesperado, abrupto, y la indescifrable gambeta. Arma letal en el ataque del equipo que comenzaba a acostumbrarse al dulce néctar de la gloria. Quienes lo veían maravillados le presagiaban destino en el fútbol grande.

Pero nadie esperaba que el destino interpusiera una experiencia que le quitaría en seco su adolescencia, su juventud, sus sueños. Dicen que cuando lo “llamaron” para ser parte de esta “aventura nacionalista”, su pecho se infló de orgullo, estaba feliz y a la vez nervioso por encarar lo desconocido. Pero sentía que iba a ayudar al país contra una nación que pretendía algo que no le era propio. Sentía que pasaba a integrar algo así como la Selección Argentina, que llevaría la bandera en alto para derrotar a aquellos invasores, que subiría hasta lo más alto de una sierra sureña y haría flamear el celeste y blanco para que todo el país coreara su nombre. Sueños de adolescente.

Desde el primer paso en las Islas Malvinas, se dio cuenta que aquel deseo iba a estar muy lejos de la realidad. Los días que transcurrieron fueron complicando más su fantasía. A veces un mate cocido era lo único que recibía su cuerpo por horas, insignificante para afrontar el congelado paisaje. Por las noches, dormía apretado junto a otros compañeros, unos contra otros, para darse temperatura en pozos, trinchera o carpas. Su deseo ahora era salir de ese campo de juego, ser reemplazado, irse para no volver, abrazarse con los suyos.

En esa corrida eterna, esquivando rocas y balas en Monte Longdon, el temor es incontrolable. Dispara su arma casi sin ver hacia dónde, corre con esa velocidad que lo llevó a jugar en Primera, pero con toneladas de ropa encima y completamente débil. A unos metros observa peleas cuerpo a cuerpo, hombres que caen muertos atravesados por bayonetas. Gritos desgarradores de dolor atraviesan el pedregoso terreno cerca de Puerto Argentino.

El joven correntino intenta esquivar esas escenas, las gambetea, buscar salir de ese episodio, quiere escapar de aquella realidad. Va hacia una trinchera que divisa a lo lejos, corre pensando en sus hermanos, en sus padres, en sus amigos…

Corre hasta que se detiene bruscamente como lo hacía en la cancha de Mandiyú. Pero esta vez no lo hace para cambiar de ritmo y eludir un adversario, sino que frena tras sentir un golpe seco en la espalda, entonces el escalofrío le recorre el cuerpo y comienza a ver cómo la sangre se mezcla con el barro en su ropa. La bala lo atraviesa de lado a lado y entiende que ya no tiene a dónde ir.

Cae al suelo, mira el cielo y comienza a temblar. Luego de unos pocos segundos, se calma, recuerda con una leve sonrisa la última caricia de su mamá antes de despedirse, siente ese calor y aroma propio del amor de la madre, lo siente en su mejilla, siente su cálido beso, siente su reconfortante abrazo, siente su voz… hasta que ya no siente más. La Isla no sólo le arrebata los sueños de adolescente, sino que también la vida misma.

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Por Mauricio Jacob
Desde Crespo
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