Familia entrerriana cuenta el drama que vivió luego del hallazgo de droga en su campo

¿Qué hay detrás de esas luces que se mueven en la noche del campo? Es la una de la madrugada de un jueves y Oscar Maglione, quien vive en un campo del sur entrerriano, está a punto de descubrir algo que cambiará su vida. Con uno de sus cuatro hijos, la escopeta en una mano y la linterna en otra, sale de su casa rumbo al arroyo de allá atrás, a unos 500 metros, de donde vienen las luces en movimiento, luces extrañas que se agitan dibujando círculos, buscando algo, porque no pueden ser ni de luciérnagas ni de reflejos sino de otras linternas, en manos de desconocidos. A poco de andar, Oscar se convence de que vienen del arroyo, que alguien navega las aguas quietas de ese cauce manso que atraviesa su campo, que lo que estalla allí no será nada bueno:

“Y entonces nos mandaron bala. 15 tiros conté”, dice Maglione unos meses más tarde, con las sensaciones intactas. Es que su memoria no va a traicionarlo. Esa noche comenzó a vivir una historia que todavía no terminó, una historia de locura que viene a confirmar que su campo y los campos de sus vecinos, al sur de Entre Ríos, a 150 kilómetros de la capital porteña, a dos horas de auto desde el Obelisco, se ha convertido en un punto medular de una nueva ruta o posta del tráfico de drogas, desde donde se abastece, a través de sus arroyos, riachos o rutas de tierra, al conurbano bonaerense, a Uruguay, y, desde estos trampolines, también a Europa, afirma Clarín. “Hay pistas clandestinas en la provincia, sobre todo en la zona de islas y montes. Son lugares de difícil acceso y se usan para arrojar drogas”, reconoció el Director de Toxicología de la policía de Entre Ríos, José Luis Churruarín. En realidad, lo que hizo fue admitir lo que el caso Maglione y muchos otros ya hacían evidente.

¿Qué tiene que ver el bueno de Maglione, nacido y criado en el campo, con ese mundo de destrucción? Nada, pero la suerte y su empeño lo pusieron al frente de poco más de 600 hectáreas de tierra -el establecimiento “El Charolais”-, donde dos días después de la primera balacera, mientras movilizaba a su decena de caballos, encontró un primer cargamento de marihuana, hierba fresca, recién prensada, en 30 o 40 paquetes envueltos en nylon, listos para ingresar en el mercado minorista de la droga.

Fue su tercer hijo, Juan Gervasio, el primero en ver los paquetes. Estaban ahí tirados, como si hubieran caído desde el cielo, aplastando en desorden el pasto húmedo:

-Acá hay algo raro, papá.

Y Oscar, con esa sabiduría de los que hablan poco pero escuchan mucho, sin saber con precisión pero intuyendo, miró los paquetes y dijo por única vez:

-Eso no se toca.

La droga había sido arrojada desde avionetas, que vienen de vaya a saber dónde, aunque la Justicia y la Policía de Entre Ríos sospechan que de Salta, Misiones o de Paraguay, buscando en estas tierras repletas de riachos el punto de enlace ideal para que sea llevada en lancha o en auto hasta su destino final, el de los consumidores. No era esa la primera vez que ocurría algo así en la zona, ya que en el campo vecino, “La Tormenta de Islas”, se habían encontrado otros 30 paquetes unos meses antes, sumándose a una larga lista de hallazgos, tanto de marihuana como de cocaína, en campos pequeños de la región. Tantos casos y en tan poco tiempo permiten ya, según fuentes de la Justicia, de la Prefectura y de la Policía local, hablar de una nueva ruta narco, de no más de tres años de antigüedad.

Los primeros disparos y hallazgos en el campo de los Maglione fueron en setiembre del año pasado, hace seis meses. Oscar lo denunció de inmediato a la Policía, que se llevó la droga para su decomiso y le asignó un suboficial de custodia, apenas un hombre, que todavía vive con la familia. Diez días después Maglione encontró un segundo cargamento, arrojado una vez más sobre su campo, a unos 50 metros del arroyo, sobre un conjunto de camarotes. Eran otros 30 o 40 paquetes, para completar los 70 kilos de marihuana lanzados sobre su tierra inocente.

¿Y la lancha que antes había pasado a retirarlos? Dos noches más tarde del segundo hallazgo volvieron a aparecer. Eran las mismas luces, sólo que más cercanas. Esta vez venían a buscar la droga, pero también venían a buscarlo a él.

Con 60 años recién cumplidos, 11 fracturas a cuestas por diferentes caídas y golpes de tanto andar a caballo y codearse con vacas y toros, Oscar Maglione se crió en esta zona del sur de Entre Ríos, conocida como la “zona de islas”, donde empieza a formarse lo que más al sur será el Delta del Paraná. Y está curtido en su bravura. Los campos suelen estar atravesados por arroyos (como el Baltazar, que parte en dos al campo de Maglione), que se conectan luego con el Río Paraná hacia el Oeste, con el Paranacito o con el Río Uruguay más allá, hacia el Este. Es una de las zonas más fértiles de la Argentina, sólo que las crecidas del Paraná acaban por arruinar cualquier posibilidad de cosecha y sólo se usan para el pastoreo.

“Se calcula que la zona de islas ocupa un millón de hectáreas, de una de las tierras más fértiles del planeta. Si se hicieran obras de protección contra inundaciones la productividad no tendría techo”, cuenta el fiscal de Estado de la provincia de Entre Ríos, Julio Rodríguez Signes, estudioso del problema de este suelo abandonado por el Estado y ahora pretendido por los narcos.

La casa de los Maglione está, como todas en la zona, preparada para esas inundaciones. Es una casa grande pero austera, sobre un terreno elevado, pero a pesar de eso tiene los enchufes a metro y medio del piso, porque cada tanto hay que juntar lo que se pueda y salir corriendo para no morir ahogados. Al hogar lo conducen Oscar y su mujer, Fabiana Parada, y con ellos viven sus cuatro hijos, ya adultos, ya fornidos, además de sus dos nueras, y por supuesto los animales: un par de perros, una cotorra que cena con la familia, una chanchita criada como si fuera un gato (responde al nombre de “Mamera”) y que se tira ante las visitas para que le rasquen la panza. Desde septiembre del año pasado se ha sumado a ellos el custodio, un suboficial de la Policía de Entre Ríos que de a ratos mira al cielo, no por romántico sino porque desde allí, desde algún lado, cada diez o quince días se aparece una avioneta, volando al ras de la casa, a velocidad de pájaro, tan pero tan cerca que se distinguen con claridad las figuras del piloto y de dos o tres pasajeros cada vez.

“Apenas se va la camioneta, me llegan los mensajes”, cuenta ahora Oscar, y abre su teléfono celular. Lo que allí guarda son mensajes de texto, uno tras otro. “Que te vayas del campo”. “Que vendas todo”. “Te vamos a matar a la familia”.

El último mensaje que recibió es de hace diez días. El primero le llegó en octubre pasado, tras la segunda balacera. Fue cuando volvieron a aparecer las luces a la altura del arroyo, otra vez de madrugada. Oscar agarró su escopeta y ésta vez estaba acompañado por el policía que ya vivía con ellos.

“De pronto bajaron de la lancha y empezaron a caminar hacia nuestra casa. Se veían las luces venir hacia nosotros -cuenta Oscar-. Y entonces yo le dije a mi mujer que por nada del mundo saliera de la casa y pegué dos tiros al aire para advertirles que se fueran”.

Lo que siguió fue una balacera, más larga que la anterior, esta vez de ida y vuelta. Cuánto duró nadie puede afirmarlo, pero Oscar y el policía saben que los narcos les tiraron con dos armas distintas -una sonaba a escopeta, otra a pistola- y que lo hicieron decenas de veces. Se repitió la escena, otra vez con suerte, sin heridos ni muerte, y con los narcos finalmente escapando en lancha hacia algún lugar. Al volver a su casa, todavía transpirando el impacto del tiroteo, Oscar descubrió en su celular el primero de los mensajes de texto: “Ojo. Ojo. Te quedaste con merca y eso te va a costar la vida”.

La “merca”, en realidad, ya estaba en la Fiscalía de Concepción del Uruguay que investiga el caso. Que “investiga” es un decir, porque no hay tanto para hacer más que proteger a los Maglione, ya que nadie ha registrado movimiento de avionetas extrañas en esos días, a pesar de que hay un aeródromo en Paranacito, a pocos kilómetros. El abogado de la familia, Darío Carrazza, presentó el caso ante la fiscal María de los Milagos Squivo, de Concepción, y tras denunciar amenazas, al menos consiguió la custodia policial. “Es una situación de terror la que está viviendo la familia”, dice Carrazza. Un terror que se repite ahora con otras formas, igual de concretas que la droga: las visitas esporádicas de avionetas por sobre el casco del campo.

La última avioneta pasó el 11 de marzo, hace dos semanas. Una avioneta gris, con dos hélices, dio un paseo a unos veinte metros del suelo, tan cerca que parecía rozar la copa de los eucaliptos, casi como si flotara sobre la casa. Y apenas pasó, segundos después, le enviaron a Oscar un nuevo mensaje de texto: “Te vamos a acribillar desde arriba”. Si los cálculos no fallan, si se repite la secuencia, en estos días otra avioneta volverá a pasar.

Por el tono y la información que manejan los extraños, es evidente que los que mandan los mensajes están sincronizados con los del avión y que conocen a los Maglione. Conocen su nombre, que tiene hijos, saben dónde está, saben de su resistencia. ¿Será local el enlace con los narcos? ¿Serán entrerrianos como ellos? La hipótesis policial asegura que los narcos arrojan la droga y que les pagan a cazadores de nutrias de la zona para que busquen el cargamento y lo lleven a otro sitio. Puede ser, aunque Maglione ya desconfía de todo, desconfía de la policía también, porque dice, y con razón, que a nadie se le puede escapar una avioneta en medio del campo o una lancha en un simple arroyo. Pero la verdad es que hoy nadie puede estar seguro de nada. La zona – como señalan en la Policía- fue elegida por los narcos justamente porque es difícil de controlar, en parte porque los arroyos forman una red infinita de venas abiertas, en parte porque no hay radares que identifiquen el movimiento de las avionetas.

Los mensajes de texto que recibió, para colmo, fueron investigados pero no conducen a nada: unos se escribieron desde una cárcel de Santa Fe, otros desde un locutorio de Paraná, otros desde Gualeguaychú. Los narcos parecen estar en todas partes, se mueven en la impunidad.

“Pero yo soy un Maglione y los Maglione no nos vamos”, dice Oscar, ahora sentado frente a su casa junto a su mujer, sus hijos, sus nueras y los animalitos de siempre. Parece un personaje de película, un Clint Eastwood criollo enfrentándose a los bandoleros de siempre, demasiado solo. Es que así es Maglione. No dudó jamás en hacer la denuncia a la Justicia, no dudó nunca en defender a los suyos y en enfrentarse a los narcos. Porque la duda no forma parte de su rígida concepción moral. Una concepción tan distinta a la de los que pasan amenazantes con avionetas, a la de aquellos que se mueven en la sombra de la noche. Curioso: ideas del mundo tan diferentes, pero al mismo tiempo tan próximas.

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