El goleador enjaulado, una historia verídica

– ¿Qué hacemos con la Flaca Sotelo? –tiró Jorge y de inmediato todos le apuntamos con nuestras miradas esperando que él mismo diga la respuesta–. ¿Qué hacemos? Él tiene que jugar la final pero tiene que estar bien, radiante, cero kilómetro y ya sabemos que eso no va a pasar, es imposible… Antes de las 4 de la mañana no lo sacás del boliche y queda hecho mierda del pedo que se agarra –continuó para que no quedaran dudas sobre lo que estaba exponiendo.

Jorge era el tesorero del club, no por ser un tipo muy aplicado con los números, sino más bien porque en este planeta amateur contamos con los dedos de las manos a quienes tienen ganas de meterse en una Comisión Directiva y los puestos de cada uno se definen prácticamente por sorteo o voluntarismo. Pero al margen de esto, Jorge no se refería a un tema menor. Faltaban pocos días para la final del domingo, había un título de la Liga en juego y no podía dejarse pasar ningún detalle, por eso en la noche de la reunión lanzó sobre la mesa este delicado temita.

La Flaca Sotelo era la principal figura del equipo y el arma fundamental de gol. Delgado, narigón, rapidísimo, desequilibrante en velocidad con su cabellera larga al viento y letal en el mano a mano. Así se veía su carta de presentación dentro de la cancha donde siempre lució la casaca roja de nuestro club, desde pibe hasta ahora con sus 27 años a cuesta, pero que en su rostro avejentado y marcado por grietas denotan unos cuántos más. Esos rasgos son trazados por una vida repleta de complicaciones y a su vez de excesos.

Se crió del otro lado de la vía, barrio de casas bajas, sin cloacas y mucho menos asfalto. Calles de tierra, infancia en pata y fútbol a toda hora. Estudió hasta donde le dieron las ganas, hizo changas por dos monedas y un día tuvo la suerte de empezar a laburar en la metalúrgica del pueblo. El sueldo no es malo sino fuera porque deshace la mitad de él en una sola noche de farra. Si hasta Don Antonio, el dueño del boliche, está a punto de ampliar el salón a merced del chupe de Sotelo.

Como buen parroquiano, todos los sábados acoda sus brazos en las mesas del lugar, juega unos trucos, se baja un par de cervezas solo y se va a dormir. Al otro día directamente se levanta para ir al club a desparramar rivales y gambetear malintencionadas piernas adversarias. En ocasiones le sobra calidad para jugar en ese estado, pero ante equipos de peso ya el diagnóstico tenía otro tono. Perdía pelotas, no lograba superar al lateral, se fastidiaba, metía una mano de más y las tarjetas rojas pasaban a ser parte de su paisaje.

– Hay que decirle a Don Antonio que no lo deje entrar y listo –opinó el Tano, vicepresidente de la casa.

– ¡Pero no, estás loco! –respondió a quemarropa Jorge–. Con la Flaca se llena de oro y encima el viejo ese es hincha de los de allá, de los muertos esos que dicen ser nuestro clásico y no hacen otra cosa que cagarnos a patadas. Tenemos que pensar en algo.

La final era ante Sol de Mayo en cancha neutral, a un solo partido, el escenario elegido fue el campo de juego de Esperanza, equipo del pueblo vecino ubicado a unos 20km. Hasta allí apuntaban los cañones y las ilusiones de todos los que nos vestíamos con banderas rojas siguiendo al equipo durante el año calendario por cada una de las canchas que le dan forma a la liga regional. Los más jóvenes nos encargábamos del cotillón para un recibimiento colosal a la altura de semejante acontecimiento, por lo tanto cada noche en la semana previa a la final nos fuimos juntando en lo de Monchi para cortar papelitos, pintar banderas y ensayar las canciones con algunos que piloteaban el tema de batucada. Queríamos hacer nuestra propia fiesta desde la tribuna hacia el campo.

Igualmente creo que nosotros estábamos menos preocupados que los dirigentes y su asunto con Sotelo. Esa noche donde barajaban teorías conspirativas para controlar los pasos oscuros del jugador, alguien lanzó al aire: “Che, ¿y si lo metemos en cana?”. Se miraron con rostros iluminados, pero también con cierta desconfianza. La idea no era descabellada, sí se necesitaba complicidad de varios actores, coordinación y estrategia táctica. Fue entonces cuando comenzó el operativo “Marche Preso”.

El primer paso fue imaginar un acto que tuviera a la Flaca como autor y propietario de la culpa, de la misma manera no podía rozar un episodio severo, es decir que no se le fuera la mano. Lo segundo, elegir el lugar. Tercero, comunicárselo al comisario y tener su visto bueno para actuar dejándolo a la sombra durante toda la noche, refrescándose para el gran partido del domingo. Esto último no resultó complejo ya que afirmó que siempre y cuando hubiera una razón para proceder, sus subordinados lo harían.

Respecto al hecho, los dirigentes pensaron sencillamente en una gresca donde los involucrados terminaran tras las rejas. Uno sería la Flaca y el encargado de hacerlo entrar en “esa” sería el albañil que estaba trabajando en la casa del presidente, quien por unos mangos y la damajuana de tinto, aceptó tal tarea extra. Al invitado no le costó demasiado ya que desde chico acunó las trompadas.

A eso de las nueve de la noche, Sotelo cayó al bar de Don Antonio, se sentó en una mesita solo, pidió una cerveza y encendió el primer cigarrillo. A los pocos minutos entró el albañil simulando estar ebrio y su primer paso fue manguearle un pucho a la Flaca; con cara de pocos amigos no tuvo más opción que dárselo ya que el atado estaba sobre la mesa. El “actor” le dio las gracias con unas caricias en la mejilla de la Flaca, dos, tres cachetaditas hasta que el crack se sacó de encima la manito cargosa. “¡Ehhh, pará! ¿Qué te pasa? Te estoy agradeciendo pedazo de muerto”, le gritó el fulano a lo que nuestro delantero respondió con una mirada  criminal, silenciosa y continuó con su trago.

El albañil se sentó detrás de él, en la otra mesa de esas redondas de plástico y comenzó con su ataque verbal. “¿No te gusta que te toquen? Te venís a hacer el lindo porque jugás a la pelota, si igual sos un desastre… no le metés un gol a nadie, viejo muerto”, lanzó mientras le pegaba con el pie a la silla de Sotelo. “Encima de horrible, guampudo…”, tiró y fue el detonante final para que la Flaca se parara, diera media vuelta y le metiera un hermoso gancho de derecha. Ahí nomás el tipo trató de pararse medio sacudido y se trenzaron sobre las mesas hasta desparramarse en el suelo.

Automáticamente ingresaron dos policías que estaban cerca, ya avisados de lo que podía ocurrir. Trataron de separarlos lo que no resultó sencillo porque la Flaca estaba enceguecido, con sed de destrucción, era un tornado de puñetazos hasta que uno de esos dio en la nariz de un efectivo y se pudrió todo. Lo sacaron de las mechas y lo metieron al patrullero a las patadas junto con el albañil. La historia pasó el límite.

El objetivo inicial de la dirigencia estaba cumplido. La Flaca pasó la noche en el calabozo, fresquito a pan y agua. Pero sacarlo se tornó más complicado porque en el medio había una agresión hacia la policía y en la comisaría el humor no era el mejor. “Mire señor presidente, este muchacho golpeó a uno de mis subordinados y se va a quedar adentro por un par de horas más”, sentenció el comisario ante los hombres del club que ya estaban prontos para viajar al pueblo vecino.

El tema estaba jodido mientras la caravana de hinchas comenzaba su desfile hacia la ilusión a puro bocinazo por delante del edificio azul. Algunos autos pararon su marcha anoticiados de lo que estaba sucediendo y los simpatizantes comenzaron a cantar por la liberación de su ídolo.

Jorge, el tesorero, se puso de pie y viendo que las negociaciones no tenían un buen fin caminó hacia la puerta de la comisaría. Se detuvo, dio media vuelta y le dijo al comisario: “¿Escucha esto de ahí afuera, comisario? ¿Entiende que no se van a ir sin él? No van a dejar este lugar hasta que la Flaca no salga del calabozo para jugar este partido. Este partido que es la final soñada por el pueblo, de su resultado dependerá nuestra felicidad o volver a masticar la tierra amarga de la derrota y el tipo que está ahí adentro es vital para que tengamos una sonrisa ante tanta mierda de los miserables días. Entiendo señor comisario que se la mandó, el tipo la cagó y nosotros también tenemos un poco de culpa, yo solamente le pido un mínimo de sentido común viendo la utopía que tiene toda esa gente que está en la calle. Le pido al menos que lo deje jugar la final y después actúe por lo sucedido anoche, véalo si quiere como una salida transitoria para jugar a la pelota con los colores de su vida y que la Flaca haga lo suyo en la cancha, levante la copa, que lo paseen sobre los hombres dando la vuelta olímpica y que regrese feliz a cumplir por lo que hizo”.

El comisario lo observó con detenimiento, depositó su vista a través de la ventana y cada vez más gente se agolpaba frente a la comisaría como si allí mismo se estuviera desatando el cotejo más esperado de los últimos años. Encendió un cigarrillo, miró sin mirar la denuncia que estaba sobre su escritorio, pensó en lo que podría causar una respuesta negativa a lo pedido, también le vino a la mente su pequeña hija practicando vóley en el club, mandó humo a sus pulmones, lo largó y le dijo al dirigente: “Mire, vamos a hacer lo siguiente. Esto va en contra de toda reglamentación y normativa, pero procederemos con colaboración mutua y en caso que no funcione, nuestra relación entre las instituciones quedará muy tirante. No sé si soy claro. El señor Sotelo quedará liberado hasta este domingo a las 23.00. De esa manera podrá integrar su equipo y jugar la final en el otro pueblo. Culminada la jornada deberá retornar a la comisaría sea cual sea el resultado y eso será pura responsabilidad de ustedes como dirigentes. Si eso no sucede, ustedes mismos pagarán con días de detención. ¿Estamos de acuerdo?”.

No hubo nada que cuestionar ni aclarar, acordaron de palabra, lo dejaron sellado en un documento, la Flaca salió en libertad, se subió al auto de Jorge y aceleradamente marcharon con destino a la gloria que esperaba en cancha de Esperanza.

Nadie olvidará aquellos días, aquel domingo. Los que fuimos testigos nos encargamos de recordarlo y transmitirlo de voz en voz a quienes no tuvieron la suerte de vivirlo. Seguramente alguno agrandará los detalles, hará más monstruosa la historia pero no quitará su esencia. Naturalmente que con el tiempo estarán los que no creerán lo sucedido, mirarán incrédulos al narrador escuchando pero con pocas ganas de creer que eso realmente aconteció. No muchos aceptarán que la Flaca Sotelo, figura fundamental del equipo, pasó esa noche preso con la intención que no se emborrachara, fue liberado para jugar la final de la Liga, la rompió, metió dos goles, levantó la copa, se agarró un pedo de fin de año y navidad juntos y los dirigentes se encargaron de dejarlo durmiendo otra vez en la pequeña y fría celda. Ebrio y feliz.

 

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Por Mauricio Jacob
Desde Crespo
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