El día más feliz de mi vida

La vida está plagada de casualidades, de episodios fortuitos que la llenan de misterio. Y el fútbol no escapa de esa definición, por eso en un mismo partido nos encontramos con situaciones cambiantes, inesperadas lejos de lo planificado. Por eso pienso que por alguna razón se dio aquello que nos tocó vivir con mi viejo en una tarde que pasó a encasillarse como uno de los días más felices de mi existencia, de nuestra existencia.

Siempre nos unió el fútbol; desde que comencé a caminar mi primer juguete fue una pelota. De esas con gajos grandes en tiempos donde todavía se fabricaban exclusivamente de cuero. Jugábamos en el patio de casa, en la plaza y cuando crecí comenzó a llevarme a su club donde siempre pasó su carrera deportiva.

Con el correr de los años, él ya era un experimentado zaguero central, capitán y líder, tanto por sus años en el equipo como por su personalidad. Yo jugaba como centrodelantero y me iba muy bien en las inferiores a tal punto que el DT de Primera me hacía entrenar con ellos, con mi viejo.

Esa tarde inolvidable que pasaré a narrar no estaba en los papeles de ninguno de los dos. Papá deshojaba los últimos partidos en la Liga y yo apenas sumaba minutos en las prácticas. Entonces llegó la fecha del clásico, como de costumbre eran tres categorías que disputaban sus cotejos en la misma jornada. La Sub 20 habría la serie, luego la Sub 16 y finalmente la Primera. Anduve realmente bien en mi categoría, la Sub 16, donde ganamos 3-0 con dos goles míos. Me preparaba para dejar el vestuario rumbo a las tribunas cuando el DT me cruzó en el camino: “¿A dónde vas? Vení y vestite que vas al banco. Ramírez se rompió en el calentamiento”.

No salía de mi asombro, no lo esperaba. Era mi primera vez entre los suplentes, en un clásico y con mi viejo en cancha, viéndolo de cerca, escuchando su aliento en la previa, su andar en la cancha, sus indicaciones desde el fondo, sus constantes reclamos al árbitro para imponer su figura. Estaba maravillado.

El partido era como todo clásico de pueblo. Juego fuerte, friccionado, con protestas y clima caliente. Los visitantes nos golpearon primero y ganaban 1-0 en nuestra casa, celebraban esa victoria que nos prohibía llegar a la cima de la tabla. Pero lejos de bajar los brazos nosotros seguimos buscando. Promediando el complemento, tuvimos un tiro de esquina y como en cada pelota detenida, papá pisó el área que le era ajena. Se elevó a la altura del punto penal y metió un frentazo perfecto, maravilloso, para inflar la red y el alivio de todos los de este lado.

El entrenador prácticamente no lo celebró sino que pidió a todos seguir atacando y movió el banco, iba a defender con tres y necesitaba un delantero más, observó para el costado y nuestras miradas se encontraron. “Vení flaco, te toca. Vení. Vas a entrar por Juárez y te vas a parar de nueve neto como en tu categoría. Te van a cagar a patadas pero vos firme, aguantá. Sos pibe y te van a querer sacar del partido que encima está bravo. Vos no te achiqués que estamos todos para apoyarte. ¿Estás bien o estás cagado?”, fueron sus palabras. “Quiero jugar”, pude apenas esbozar, aunque por dentro me corría un miedo terrible, miedo a no estar a la altura, a no estar preparado. Iba a debutar en Primera, en un clásico y con mi viejo en la cancha. “Dale, dale, dale… metele con todo que tu papá de va a defender como siempre”, me tiró el DT para llenarme de confianza.

Quedaban apenas unos 10 minutos o menos que para mí fueron años y años interminables. Cuando fui a tocar la pelota, sentí el rigor de la defensa enemiga con un puntinazo en el tobillo. De inmediato me puse de pie recordando las indicaciones del profe. Cuando me elevé lo encontré a mi viejo cara a cara con el árbitro y con el rival agresor que recibió la piadosa amarilla. En la segunda maniobra intenté tirarla larga para escapar de la marca pero el lateral me atravesó el cuerpo y algo más por lo que terminé desparramado fuera del campo. No la estaba pasando bien, para nada, entré en una verdadera batalla, de esos clásicos a todo o nada.

Llegó el tiempo de adición que marcó el juez y aún no había pateado al arco, apenas si pude devolver alguna que otra pared. Un largo pelotazo de nuestro arquero me encontró delante de la media luna, gané de cabeza, después la bajé y cuando quise dominarla para encarar el arco una feroz barrida me mandó al diablo. Falta, tiro libre y roja para el genocida vestido de número 2. Era la última, no había tiempo para más.

Casualidades en la vida, casualidades en el fútbol que a veces nos dibujan una enorme sonrisa en la cara. Situaciones inesperadas que pueden vestirse de felicidad o disfrazarse de amargura, sea cual sea, no estamos preparados para atravesarlas ya que por algo son inesperadas. Solamente la vivimos y punto.

Ese tiro libre del último minuto llegó como un mensaje caído vaya a saber desde que lugar mítico. Nuestro 10 calzó la pelota abajo, la pincho para que se elevará sobre el costado derecho del área donde estaban nuestras principales armas áreas y claro, entre ese arsenal se encontraba mi viejo. Recuerdo que se elevó como nunca antes lo había visto, porque jamás lo había visto de tan cerca y dentro de una cancha en un duelo por los puntos. Con su cabeza cruzó el remate al poste derecho del arquero que se estiró cuanto su cuerpo lo permitió y logró rechazar la pelota ante la respiración contenida de todos.

La casualidad seguía escribiendo su novela ya que sin esperarlo ese balón cayó justo donde yo estaba. Allí fue cuando menos pensé en una jugada, solamente atiné a darle con toda mi fuerza ante el arquero moribundo en el suelo. Le di con mi alma, con mi vida, raspé un poco de tierra con la punta del botín pero pude cumplir lo que me había propuesto. Desde el borde del área chica salió mi horrible remate que se elevó de tal manera que dio contra la base del travesaño y después…la locura. Ese juguete maravilloso de mi niñez se había metido milagrosamente en el fondo del arco y un grito desgarrador hizo vibrar el aire. Salí corriendo sin dirección, sin saber qué hacer, hasta que lo vi a él, a mi viejo y nos dimos el abrazo más fuerte de todos los tiempos mientras los demás se tiraban encima. Sinceramente no recuerdo si nos dijimos algo, eran lágrimas de felicidad las que conmovían nuestros rostros encantados por algo sencillamente fascinante. Por un gol que no fue solo un gol, sino que tuvo una connotación suprema, inigualable, inexplicable.

El partido se reanudó y de inmediato el juez marcó el punto central. Fue el final y la felicidad se apoderó de nosotros. Con papá nos volvimos a abrazar y no nos soltamos en toda la celebración hasta ir a los vestuarios. “Gracias nene, gracias hijo, este es uno de los días más hermosos de toda mi vida”, me dijo envuelto en una sola sonrisa. Y para mí también lo fue, nunca tuve en mi alma un sentimiento semejante.

Luego de aquella tarde mi viejo pensó que ya había disfrutado de grandes cosas en una cancha con su equipo de siempre. Más aún, vivió un día fuera de contexto, escapado de toda escena real, más cercano a una historia ficticia y fuera del mundo de los mortales. Fue entonces que decidió dejar de lucir la legendaria camiseta Nº 2 y se sentó en las tribunas a disfrutar de lo que hacía su hijo en la cancha, tal como yo lo hacía cuando iba a verlo. Fruto de la casualidad que a veces emerge misteriosamente en nuestro camino y nos brinda sorpresas contundentes. Fue para mí, el momento más feliz que el fútbol me pudiera dar.

El caso en Paraná Campaña: José y Kevin López (hoy en Arsenal), padre e hijo, no solo coincidieron en el campo de juego sino que también marcaron en la victoria de Deportivo Bovril. Inédito episodio en la Liga.

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Por Mauricio Jacob
Desde Crespo
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