Cuando un chico es infeliz jugando al fútbol

Corre Pablito lanzado en velocidad por la franja derecha, casi pegado a la línea lateral, mete un centro pero al parecer le entró muy abajo al balón porque se va alto y lejos, quedando fuera del campo para que reponga el adversario.

El peque de 7 años vuelve a su ubicación rápidamente mientras del costado se escucha a viva voz entre la multitud de grandes, las indicaciones teledirigidas: “¡Más despacio Pabli, pegale más despacio! ¡Dale, volvé, dale! Parate al lado del 5 que la pelota va a ese lugar. Ahí, ahí. Bien, bien, dale vos ahora, dale vos. ¡No, abrí para acá!…” y seguirá el rosario cada vez que la acción pase por las piernas del chiquilín.

El que grita y no para de hacerlo es su papá, futbolero de alma, ex integrante de la Primera y que hoy vive apasionado detrás del alambrado lo que hace su hijo. Pero esa pasión es extraña, porque le infunde cierto nerviosismo al pibe, algo de angustia, como que lo ata y no le permite la libertad que tiene habitualmente.

Pablo tiene grandes condiciones, es crack para su edad. Chiquito, habilidoso, zurdo, encarador, con un enganche fulminante que desparrama a los defensores, cualidades de sobra. No importa que la pelota parezca Júpiter en sus pies, él la domina con una naturalidad asombrosa. En cada práctica la rompe, todos quieren jugar con él y quienes no, se preparan para el sufrimiento. El entrenamiento, con sus amigos de siempre, parece su lugar en el mundo, donde es realmente feliz; no porque en la casa no lo sea, pero allí, en la cancha, es donde expresa lo mejor de sí.

Sin embargo los días de partido, cuando el que está del otro lado es papá, las cosas cambian. Inhibido, retrasado en la cancha, cada vez que le llega la pelota se la saca de encima con llamativa rapidez. “¡Tranquilo Pabli, tranquilo hijo. Parala y pensá, parala y tocá que hay tiempo!”, se escucha. En esos instantes el crack no puede expresar con libertad lo que siente en el corazón cada vez que contacta con su juguete preferido.

Es una situación llamativa, extraña, pero los entrenadores lo saben y hasta lo comprenden. No por nada la semana anterior, de visitante, Pablito clavó tres goles y fue la figura de la goleada contra el segundo de la tabla. Papá no estaba.

Ojo, no todos los padres o madres son así. Están los que resultan más calmos, más serenos, quienes saben de qué manera funciona la mentalidad de un chico de 7 años. Asimismo están los del otro extremo, que ya rozan con la violencia, los que insultan a los árbitros o incluso hasta los mismos pequeños jugadores que visten camisetas contrarias. 

Entonces sucede lo más triste. Pablito se frustra, siente que no puede hacer lo que sabe y que a su vez defrauda a su papá que lo va a ver. Él dice que lo apoya, pero es un respaldo mal comprendido.

“No quiero jugar más, profe”, le dice el 10 al DT que tratara de convencerlo empleando todas las herramientas posibles. “Quiero ir solamente a las prácticas, pero no quiero jugar la liga”, agrega el chico. Cuando se le pregunta por qué, nada más se limita a decir: “Cada vez que papá va, yo no juego bien”.

Es que la cosa no termina en la cancha, de vuelta a casa Plabito sigue recibiendo indicaciones y consejos de papá. Saturado, cansado, está a punto de no amar el deporte que lo hace tan feliz.

Después de todo es una mente de tan sólo 7 años, lo que busca es pasarla bien con sus amigos, ir a torneos, viajar, disfrutar la experiencia de acampar o quedarse un par de días jugando un campeonato, compartir sensaciones, sentimientos como tristeza o felicidad por un partido… En definitiva, lo que ese chico busca es: vivir.

Por Mauricio Jacob

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