Con el perdón de Dios: Una historia verídica

– ¿Usted se da cuenta de lo que hizo?

– Sí Monseñor, pero no tenía alternativa.

– Lo expulsaron y se insultó con todo el mundo. ¿Pensaba que no nos íbamos a enterar?

– Bueno, es que fue ese momento, estaba con las pulsaciones muy aceleradas…

– Acaba de ordenarse sacerdote, caramba. Encima con sus primos que tampoco se quedaron atrás.

– Ellos trataron de defenderme, nada más Monseñor, debe entender…

– Pero también transmiten la palabra de Dios y en vez de dar el ejemplo, se pelean en una cancha. Son el comentario de toda la diócesis.

La charla entre Monseñor Estebenet y el Padre Isidoro llevaba ya sus buenos minutos y el clima no era el mejor en la Catedral. Ambiente denso, pesado, de esos en que no vuela ni una mosca porque la cosa viene fea y parece que el sermón será más extenso aún.

Isidoro Helmer nació en Asunción, un pueblo de pocos habitantes cuyos antepasados y fundadores llegaron provenientes de Alemania, y como todos los inmigrantes de aquel país, vinieron arraigados a la fe católica. Por eso no llama la atención que muchos varones y mujeres hayan abrazado el camino de Dios entre sacerdotes y monjas. De hecho, Isidoro contaba con dos hermanas religiosas y dos primos, Leandro y Eduardo, quienes realizaron su carrera en el seminario de la capital.

Pero así como la religión llenaba aquellos hogares, también lo hacía la pasión por el fútbol. Desde chicos vistieron la casaca de Atlético Santa María (el nombre no era casualidad) y este año dieron pelea en la segunda división de la Liga Departamental. Los tres jugaban en Primera con buenas aptitudes técnicas y tratando de mantenerse ajenos a las cargadas de todo tipo siempre vinculadas a su sacerdocio.

La elevada charla de Isidoro con Monseñor tenía su razón de ser. Se basaba en lo sucedido en la mismísima final para subir a la A. Santa María se midió aquella tarde con Deportivo Campero del pueblo que llevaba ese mismo nombres, ubicado a unos 15km de Asunción, prácticamente un clásico, un duelo zonal. Más el condimento de una final por el ascenso, generaba un ambiente belicoso.

En suelo neutral se vieron las caras ante una multitud, literalmente los dos pueblos estaban alrededor de la cancha. El duelo tuvo varios condimentos, mucha pierna fuerte, jugadas muy habladas, discusiones, roces… Ninguno escatimaba sacrificio para lograr el objetivo.

Con el partido 2-1 para Santa María y faltando 10 minutos, comenzó a encenderse la mecha y el Padre Isidoro era destinatario de todas las herramientas inventadas para sacarlo de su eje. Un número 10 habilidoso y elegante, alto, de buen dominio, inteligente y de una pegada exquisita. Razones suficientes para que desde el primer minuto fuera el objetivo de una férrea marca: “Seguilo de cerca al curita”, “Apretalo, tirale de la sotana”, “El pantalón que tiene es de Cáritas, sacaselo” y demás celebres frases caían desde los costados.

En ese instante, recta final del encuentro, el marcador de turno, un hachero de profesión con aspecto duro y fortalecido por la misma vida que le tocó incursionar, le fue de atrás a la salida del círculo central y el Padre voló por los aires. “¡La puta que te parió!”, gritó mientras se revolcaba de dolor. “¡Pero qué mala leche que sos, hijo de puta!”, siguió mientras se tomaba el tobillo derecho. Estaba liberando minutos, horas de tragarse todos los insultos juntos que no podía emitir. Explotó.

El Padre era un volcán en ebullición y para peor el permisivo juez apenas sacó una amarilla, quizás por temor a las represalias del defensor de rasgos criminales. “¡¿Amarilla sacás?! ¿¡Me tiene que matar para que lo rajes?!”, increpó el desorbitado sacerdote al de negro. “¡No seas cagón! ¡Sos un payaso!”, continuó hasta que sus primos, otros clérigos, se interpusieron entre los dos sobre todo para frenar al mensajero del Señor que en ese momento hervía de ira.

Sin medir los hechos con la misma vara, el árbitro le mostró la amarilla al Padre quien casi se saca de encima a sus contenedores para hacer justicia por mano propia.

Calmado los ánimos, el duelo siguió e Isidoro estaba descontrolado, agrandado desde lo futbolístico pero también metiendo como nunca en cada pelota dividida. Morfaba cierta injusticia en su paladar y buscaba hacerla por su propia mano o pie, olvidándose de los pocos minutos que restaban para la gloria del equipo. 

Para peor de su malestar, el juez había adicionado interminables minutos de descuento. El reloj parecía haberse detenido y la tensión era insoportable. En esa espera tediosa, el Padre recibió la pelota cerca del círculo central, todavía en campo propio, intentó aguantarla para ganar tiempo, la defendió con su cuerpo buscando un pase preciso, pero cuando quiso enviar la pelota hacia uno de sus primos, el mismo hachero interceptó el toque y salió disparado hacia el área.

Con espacio y ante una defensa abierta, fue directamente para intentar igualar la historia. Detrás de él, en una alocada corrida iba Isidoro con su orgullo herido, ya sabiendo que no llegaría a cortar su avance porque en velocidad, el hombre de campo le sacaba varios cuerpos. Sin importarle nada más que frenar lo que podría ser el empate y una angustiante definición por penales, el Cura se lanzó con toda potencia con sus dos pies hacia adelante en el momento que el rival pisaba el área y se aprestaba a rematar. Con su pie izquierdo le barrió el pie de apoyo y con el derecho llegó a tocar el balón. La tierra por el aire tapó la escena, por los aires también voló el hachero que terminó cayendo pesadamente sobre el propio Padre y sin poder levantarse por sus propios medios.

¡Penal! Al humo se le fueron todos los rivales y él mismo se encargó de sacarse uno por uno, mientras el árbitro revoleaba la roja en las alturas. Antes de irse afuera de la cancha, lo cruzó al de negro y le tiró un rosario de insultos en el rostro mientras lo sostenía de la camiseta con su mano derecha como para que el fulano le escuche bien de cerca todo lo que tenía para decirle. Sin más para hacer, el Padre Isidoro fue sacado por sus compañeros, hasta ubicarse del otro lado del deteriorado tejido que rodeaba la cancha.

– Es una ver-güen-za. No puedo creer todo esto. A Dios gracias que nadie estaba filmando el partido, sino se hubiese enterado hasta el mismísimo Cardenal.

– No sé qué más decir, Monseñor…

– Nada tiene que decir, lo hecho, hecho está. La patética escena ya quedó ante la vista de todos. Es un desprestigio de su imagen y hasta de la comunidad en la que está. ¿Cómo podrá enseñar de valores con conductas así?

– Le pido perdón, no tengo otras palabras. Me siento arrepentido, la pasión me dominó.

El silencio se apoderó del ambiente. Un silencio que hablaba por sí solo, de esos que pesan cuando llueven reproches por una conducta indebida. Un silencio que contenía las respiraciones y los latidos de cualquiera.

– El perdón se lo dará Dios nuestro Señor, puede retirarse –disparó Monseñor-.

– …

– Antes que se marche, ¿qué pasó con el penal?

– Lo atajó, se tiró contra el palo izquierdo y sacó la pelota. Terminó el partido, ascendimos Monseñor. El pueblo fue una fiesta, hicimos una caravana interminable, nunca vi algo así, nunca se vivió algo así, ver a toda esa gente feliz, ver a tantas familias disfrutando… La verdad es que, más allá de mi errónea conducta, pienso que valió la pena. Cada minuto pienso que lo valió, eso es lo que siento Monseñor.

– …

– …

– La paz sea contigo.

– Y con su espíritu, Monseñor.

photograph

Por Mauricio Jacob
Desde Crespo
facebook icon    twitter icon     instagram icon

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio está protegido por reCAPTCHA y se aplican la política de privacidad y los términos de servicio de Google.