8 de julio de 1990: Las primeras lágrimas

El Mundial de Italia ’90 tiene algo misterioso para quienes lo vivimos, está grabado a fuego en nuestras retinas, sellado en el alma de cada testigo sin saber bien el porqué.

Yo tenía 10 años en aquel entonces, no olvido casi ningún detalle desde la conformación de los grupos, los equipos, la mayoría de los resultados, los jugadores, las grandes figuras… prácticamente todo, todo. Será quizás porque fue el primer campeonato que disfruté con un razonamiento más desarrollado que en 1986, imagino que también por la gigantesca carga emotiva que tuvo aquello para Argentina como campeón reinante y el Diego de bandera.

El día de la inauguración fue al mediodía, llegué en bicicleta desde la escuela con una urgencia inusitada. De la tele emergía esa canción fabulosa, única, sencillamente fantástica, la que erizó mi piel desde la primera vez. Siempre sostuve que debe considerarse como el himno de los mundiales. No hubo ni habrá otra igual.

Para la Selección vino después la sorpresiva derrota del debut, la clasificación con cierta angustia y el inicio de un camino tan dramático como asombroso hasta la final.

El duelo ante Brasil tiene un lugar de privilegio en la historia del fútbol nacional; la épica victoria de la mano de un Maradona todo roto y de un Caniggia maravilloso con su gambeta fulminante hacia afuera. Pero también por las voladas de Goycochea, los palos y la mira desviada de los shoteadores rivales. Cada aspecto hizo de un todo excepcional y de un triunfo mítico.

Luego llegaron los penales ante Yugoslavia e Italia, la consagración de Goyco y la esperada final, otra vez cara a cara con Alemania.

Aquí me detengo pero no para contar su desarrollo, el resultado o elaborar un análisis de escaso valor. Simplemente quiero detenerme para traer al presente a aquel niño de 10 años que veía una primera final mundialista con perfecto razonamiento, conociendo y valorando lo que eso significaba.

Como recordarán ese penal de mierda a poco de terminar, nos dejó sin nada en nuestras manos. Yo estaba sentado al lado de la mesa ubicada en la cocina, junto a mis viejos y mis cuatro hermanos. Era solo silencio, un silencio espeso, duro de sobrellevar, difícil de respirar.

Así transcurrieron los instantes siguientes de la derrota, me sentía destruido y no entendía por qué los alemanes gozaban de felicidad y alegría si yo no podía hablar por ese ajustado nudo que ataba mi estómago. ¿Por qué ellos disfrutaban, sonreían, se abrazaban, saltaban y no respetaban mi dolor? Acá había un niño de 10 años sufriendo en su primer Mundial y consideraba que se burlaban de mi angustia que invadía el alma.

Entonces la cámara lo enfocó a Diego y allí mi dolor se convirtió en llanto, lo que estaba conteniendo no aguantó más y se exteriorizó junto a él. Ahí comprendí que él sí estaba de mi lado, que entendía lo que yo sentía, que a pesar de la distancia y sin conocernos, compartía sus lágrimas con las mías, que el corazón desagarrado era igual acá que allá, que la tristeza era la misma en Italia que en Argentina, en Roma que en cualquier rincón del país. Ese dolor nos unía a todos.

Fue Diego en mi primer Mundial quien desató mis primeras lágrimas por el fútbol aquél frío 8 de julio de 1990. Fue a la vez el sello de amor por siempre con ese número 10 irrepetible, porque él sintió lo que mi ser sentía, él acompañó mi dolor sin tener conocimiento de mi existencia, él manifestó sin palabras lo que mi espíritu ocultaba. Comprendí entonces, que yo no estaba solo.

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Por Mauricio Jacob
Desde Crespo
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